BUENAVENTURA, Colombia (AP) — Los agentes vadean casas de viviendas de madera abandonadas sobre un río cubierto de manglares, uno de los principales canales utilizados por las bandas para mover drogas y armas en este tramo de la costa colombiana del Pacífico olvidada durante mucho tiempo.
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Cada paso que dan es un recordatorio: aquí el control no está en manos de la ley, sino de aquellos cuyos nombres se susurran en la ciudad. Los Shottas y Los Espartanos.
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Las dos bandas son las últimas en asediar Buenaventura, el puerto de mayor actividad de Colombia y la joya de la corona de las rutas del narcotráfico, el punto desde el que sale la droga hacia el resto del mundo.
Ahora, están entre el creciente número de grupos armados que esperan para negociar acuerdo de paz con el nuevo gobierno de Colombia.
Pero a medida que su gobierno avanza para cumplir esa audaz promesa, Buenaventura se ha convertido en un ejemplo de la maraña que el mandatario debe desenredar.
Petro busca cambiar la forma en la que el país aborda la violencia endémica, reemplazando las operaciones militares por programas sociales que aborden las raíces del conflicto, incluyendo la pobreza en zonas asoladas por la violencia como Buenaventura. También está negociando con los grupos armados más poderosos — desde las guerrillas izquierdistas a pequeñas mafias de traficantes — en un esfuerzo por lograr su desmovilización simultánea.
Más de un año después de su llegada, el plan de Petro para la “paz total” ha avanzado. Más de 31.000 combatientes de milicias armadas se han presentado para empezar conversaciones de paz, según las estimaciones del gobierno. En Buenaventura y en otras ciudades hay previstos programas para los jóvenes que reclutan las pandillas. Pero, según los expertos, los grupos armados más poderosos se han hecho más fuertes y el derramamiento de sangre entre las bandas rivales se ha disparado.
Los críticos sostienen que estos grupos se están aprovechando del alto el fuego con el gobierno. Describen economías criminales fuertes y a efectivos de seguridad incapaces de perseguir a los delincuentes. Y muchos, desde las víctimas a los grupos armados que buscan acuerdos, miran el plan de Petro con la desconfianza forjada en décadas de violencia y promesas incumplidas.
“La idea que hay detrás de la ‘paz total’ es acertada. Hay que mirar los problemas sociales que hay detrás de estos conflictos”, dijo Jeremy McDermott, cofundador de InSight Crime, un centro de estudios con sede en Colombia. “El gran desafío que enfrenta Petro es: ¿Cómo hablar de paz sin fortalecer a estos grupos?”.
Ningún grupo está cerca de firmar un acuerdo de paz completo. En Buenaventura, Los Shottas se niegan a desmovilizarse hasta que “todos los grupos en Colombia entreguen las armas también”, explicó un delegado de la banda a The Associated Press.
“¿Sabe cuántos grupos quieren entrar a Buenaventura? Cantidades de grupos”, dijo el hombre, que se negó a dar su nombre y habló bajo condición de identificarse con su nombre de guerra, Jerónimo. “Y si se entrega la fuerza, ¿qué puede pasar? Esos grupos vienen para exterminarnos”.
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En toda Colombia, las décadas de conflicto entre las guerrillas de izquierdas, los paramilitares de derechas, los grupos de traficantes y el gobierno convirtieron a más de 9,5 millones de personas — casi un 20% de la población — en víctimas de desplazamientos forzados, homicidios o violencia sexual, entre otros.
En Buenaventura, las guerras territoriales han generado un conflicto especialmente brutal que convirtió a la ciudad en una de las más violentas del mundo. Los homicidios, los secuestros, las torturas y los abusos sexuales son habituales. Así como las fosas comunes y los lugares donde las pandillas descuartizan a sus enemigos dejando que sus gritos retumben por los vecindarios.
Los nombres y los rostros de las víctimas están pintados en los muros de la ciudad, y en la avenida principal un cartel rodeado de cruces blancas reza “Oye, que la muerte no sea nuestra única esperanza”. Hombres jóvenes sentados sobre motocicletas vigilando desde las esquinas los territorios que controla su banda. En las afueras selváticas de Buenaventura, grupos rivales esperan para tomar su parte de la ciudad y la policía dice que hay tantos que ha perdido la cuenta.
Los residentes se apuran a asegurar que el derramamiento de sangre a afectado a cada uno de los 450.000 habitantes, especialmente a los jóvenes.
Lupe, de 57 años y que lleva toda la vida residiendo en la ciudad, lo sabe bien. Ha perdido a su hijo y a su nieta por culpa de las pandillas.
Cristian tenía 25 años y trabajaba como inspector de café, bananas y aguacates en el puerto cuando se negó a permitir el paso de un cargamento de droga de Los Shottas por miedo a perder uno de los pocos empleos legales disponibles para los jóvenes, contó Lupe.
Vio como a lo largo de tres años se acumulaban las amenazas de muerte contra él y de secuestrar a su hija. Llegaron a ser tan macabras que Cristian supo que tenía que marcharse. Huyó a Estados Unidos de noche, llevando solo pequeñas mochilas con sus pertenencias y las de su hija, que ahora tiene 5 años.
Lupe, que durante casi dos décadas trató de proteger a su hijo del submundo criminal de la ciudad, no los ha vuelto a ver desde el año pasado, pero saber que están a salvo les sirve de consuelo.
“Aquí la juventud no, no tiene paz, no tiene armonía, no tiene tranquilidad”. dijo Lupe, quien habló con la AP a condición de no identificarse con su apellido por temor a represalias. “Este nuestro territorio es una bomba de tiempo”.
Los jóvenes que carecen que oportunidades y son reclutados a la fuerza por las bandas son al mismo tiempo víctimas y verdugos, afirman muchos aquí.
“Ellos no son los que se meten (...) son metidos”, indicó Rubén Darío Jaramillo Montoya, obispo de Buenaventura. “Son pobres, no han conocido otra realidad. Los rodea la violencia”.
Como parte del plan de “paz total” se pondrán en marcha programas para frenar el reclutamiento en ciudades con altas tasas de violencia y pobreza, incluyendo Buenaventura, dijo la asesora gubernamental Carolina Hoyos a la AP, describiendo la iniciativa como fundamental para el panorama general.
Jóvenes en Paz entregará un estipendio mensual de 1 millón de pesos (unos 250 dólares) a 100.000 colombianos de entre 14 y 28 años “vinculados o en riesgo de vincularse” a grupos criminales, apuntó Hoyos. A cambio, se les exigirá que estudien y realicen algún tipo de trabajo social.
“Serán miles de jóvenes a los cuales les vamos a pagar por no matar, por no participar de la violencia y por estudiar", afirmó Petro en mayo.
Pero algunos cuestionan si la duración del programa — entre seis y 18 meses — será suficiente para que sea efectivo.
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El gobierno colombiano lleva mucho tiempo trabajando para que los grupos criminales depongan las armas, y en 2016 fue reconocido por firmar un acuerdo de paz con la guerrilla más poderosa del país, las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia. Gran parte de esos pactos se centraban en programas sociales similares y opciones de reinserción social para los rebeldes.
Esto le valió al entonces presidente, Juan Manuel Santos, el Premio Novel de la Paz por “poner fin a la guerra civil más larga del mundo”.
Pero la calma posterior duró poco.
Como las autoridades no cumplieron el acuerdo ni asumieron el control de los territorios que en su día controlaron los rebeldes de las FARC, varias mafias se enfrentaron para ocupar su lugar. Y la sangre volvió a derramarse.
Cuando Petro asumió la presidencia, el gobierno reinició las conversaciones de paz con la última guerrilla que quedaba en el país, el Ejército de Liberación Nacional (ELN), que libraba una resistencia política armada desde 1964. El mes pasado, el ELN y Colombia iniciaron un alto el fuego de seis meses como parte del proceso hacia una paz más duradera.
Su pasado populista podría ayudarle en estas cuestiones: Petro fue miembro del desaparecido grupo guerrillero urbano M-19, que se desmovilizó y formó un partido de izquierdas en la década de 1990, su puerta de entrada a la política. Pero algunos creen que su papel en el grupo rebelde, las acusaciones de supuestos vínculos con el narcotráfico y otros escándalos son obstáculos para conseguir la adhesión del gobierno, históricamente conservador.
Pese a esto, su mensaje ha llegado a grupos armados menos políticos y más interesados en el tráfico de drogas y en otros negocios ilícitos. Durante un año, Los Shottas y Los Espartanos han mantenido diálogos auspiciados por la Iglesia católica y el gobierno y han pactado treguas intermitentes.
El delegado de Los Shottas que habló con la AP dijo que sus líderes están abiertos a la paz. No indicó si estarían dispuestos a abandonar todas sus actividades ilegales, solo que reducirían las extorsiones, los saqueos y los enfrentamientos.
“Buenaventura ya está cansado de tanta violencia (...) está cansado de derramar tanta sangre”, aseguró.
Jerónimo no detalló qué lograrían Los Shottas con la desmovilización más de “la tranquilidad de la gente”. Pero quienes median en las conversaciones dijeron a la AP que los líderes de las bandas quieren una reducción de penas por sus crímenes.
Según Jerónimo, esperan generar confianza “no con palabras, sino con hechos”.
Pero en Buenaventura, la confianza escasea.
Hace tres meses, Lupe seguía recuperándose de la marcha de su hijo y su nieta cuando, según contó, hombres armados de la banda rival, Los Espartanos, trataron de reclutar a sus sobrinos de 16 años.
Detalló cómo los esperaban a la puerta de casa y les pegaban. Ahora está tratando de sacarlos de la ciudad.
“Ya no dormimos tranquilamente”, aseguró. “Cuando hay estas treguas, no matan a bala pero sí desaparecen (a gente)”.
A algunos como Nora Castillo les preocupa que los grupos no se estén tomando las negociaciones en serio y dicen que los alto el fuego y los programas de paz les “convienen” para hacerse más fuertes.
“Si hablamos a nivel de la lógica y de la realidad, ningún grupo va a dejarte de extorsionar por ganar 1 millón de pesos”, indicó Castillo acerca de las ayudas previstas para los jóvenes.
Castillo es una de las responsables del “espacio humanitario” de Buenaventura, una antigua zona roja convertida, con la ayuda de los grupos humanitarios, en un lugar para la comunidad, la seguridad y el activismo. Pero aseguró que suele recibir amenazas de muerte y que no sale de casa sin guardaespaldas del gobierno porque la presencia de las pandillas sigue notándose.
Los datos muestran que eso no ocurre únicamente en Buenaventura sino que se repite en todo el país. En el último año, los grupos armados han ampliado su control territorial, sus fuentes de ingresos y los reclutamientos, de acuerdo con un reporte del centro de estudios Fundación Ideas para la Paz. Aunque los enfrentamientos con las fuerzas de seguridad han bajado, los conflictos entre bandas rivales no han hecho más que aumentar. Los secuestros se han incrementado en un 77% y las extorsiones en un 15%.
“Una de las grandes ventajas de sentarse a hablar con el gobierno es que las fuerzas de seguridad tienen las manos atadas para perseguirlos", dijo McDermott, de InSight Crime.
Hoyos, la asesora gubernamental, no respondió a las preguntas de la AP sobre si el gobierno confía en los grupos armados en las negociaciones, pero sí hizo hincapié en que las autoridades confían en el proceso.
Para Lupe, las perspectiva de paz, por escasas que sean, son lo único que le quedan.
Cada día pasa por delante del tendedero donde las camisas de su hijo y su nieta siguen colgadas sin una arruga, un año después de su huida. Espera verlos de nuevo, en una Buenaventura distinta.
“El sueño que tenemos es que algún día esto y este conflicto que tenemos cambie”, apuntó. “Yo trato de sobrevivir. Trato de salir adelante por la nueva generación que venga”.