LADARIO, Brasil (AP) — Hace un año, un viernes por la tarde, Bruno Pereira, un experto en pueblos indígenas, y Dom Phillips, un periodista británico, viajaron en automóvil a lo largo del río Itaguaí, en el extremo occidental de Brasil, hasta el asentamiento de Ladario. La hilera de casas de madera marca un límite entre el mundo no indígena y el extenso Territorio Indígena del Valle de Yavarí, en la Amazonía brasileña.
PUBLICIDAD
Fueron recibidos por Laurimar Lopes Alves, un hombre que todos conocen como Caboclo. La relación de Pereira con personas como él en estas comunidades ribereñas con frecuencia había sido tensa. Pereira había sido un alto funcionario de la agencia indígena de la nación hasta hacía poco, y estas comunidades no indígenas eran intrusas frecuentes en tierras indígenas para cazar y pescar. Había combatido ferozmente esas prácticas y confiscado y destruido aparejos de pesca.
PUBLICIDAD
Pero Pereira ahora buscaba un enfoque diferente. Estaba de excedencia del gobierno para ayudar a construir medios de vida alternativos en estas comunidades remotas y desesperadamente pobres que prácticamente no reciben apoyo del gobierno, aunque legalmente tienen derecho a ello.
“Le dije a Bruno que a finales de mes cosecharía 700 racimos de plátanos. Me dijo: ‘Yo iré a Brasilia y regresaré con una solución para que vendas plátanos’”, dijo Caboclo a The Associated Press.
Pero Bruno no volvió. Dentro de las 48 horas siguientes, el 5 de junio de 2022, él y Phillips, que escribía un libro sobre cómo preservar el Amazonas, fueron emboscados y asesinados a tiros, sus cadáveres quemados, desmembrados y enterrados en una tumba al ras de la tierra junto al río.
A medida que se acercaba el primer aniversario de los asesinatos, The Associated Press regresó al Valle del Yavarí para describir el telón de fondo en que ocurrieron los asesinatos y lo que sucedió después.
Caboclo, de 46 años, quien no sabe leer y mantiene a cinco hijos, no encontró un nuevo mercado para su cosecha de plátanos. En cambio, la Policía Federal vino a buscarlo. Lo acusaron de participar en la pesca ilegal y lo llevaron a la ciudad cercana de Tabatinga, donde la cárcel es administrada por organizaciones criminales. Caboclo admite que había pescado ilegalmente en el pasado, pero afirma que dejó de hacerlo hace años.
EFECTO DOMINÓ EN UN LUGAR OLVIDADO
Para pagar a un abogado, su suegra tuvo que vender su casa. Él ahora vive en la ciudad de Benjamin Constant, lejos de la plantación de plátanos y yuca que eran su fuente de ingresos. En marzo, cuando la AP se reunió con él, su arresto domiciliario le permitía salir cuatro horas al día, pero sus campos están a cinco horas de distancia. Su único ingreso actual para un hogar de diez es de 240 dólares al mes de un beneficio federal.
Caboclo fue acusado de participar en una organización de pesca ilegal y pasó 124 días en prisión sin juicio, que, según Mozarth Bessa Neto, su abogado, superó el límite legal de 81 días.
Río arriba, la comunidad de São Gabriel consiste de sólo unas pocas casas de madera, varias de ellas vacías. Allí, un reportero de la AP encontró a Maria de Fátima da Costa, de 60 años, metida en el río hasta las rodillas mientras limpiaba una tabla de madera.
Da Costa es la madre de Amarildo da Costa de Oliveira, un pescador que confesó haber cometido los asesinatos y se encuentra en una prisión de máxima seguridad a miles de kilómetros de distancia. Acepta que su hijo debe pagar por el crimen que cometió, pero llora al contar que su otro hijo, Oseney da Costa de Oliveira, también fue acusado de asesinato, algo que él niega. Está igual de lejos, en una prisión diferente.
“El es inocente. Estoy segura de que es inocente. Y su casa está abandonada, su familia está abandonada, todo se está desmoronando”, dijo con lágrimas en los ojos. Oseney tiene cuatro hijos, que viven con su esposa en Atalaia do Norte. Ella ahora limpia casas.
“Los otros individuos acusados dicen que Oseney es inocente”, estuvo de acuerdo Goreth Rubim, el abogado de Oseney. No hay evidencia concreta en el caso federal de su participación en los asesinatos, dijo.
La AP envió consultas a la Policía Federal, pero no recibió respuesta.
En São Gabriel no hay electricidad ni drenaje. Sin acceso a internet, la comunidad depende de un teléfono público, que estaba fuera de servicio cuando la AP la visitó. La única ayuda del gobierno proviene del ayuntamiento, que distribuye alimentos durante la temporada de inundaciones, cuando los peces escasean y no hay cosechas.
El gobierno federal prometió que las cosas serían muy diferentes aquí.
Estas comunidades ribereñas, de ascendencia mixta africana e incluso indígena, se remontan a la era del caucho, que comenzó a fines del siglo XIX. Esa industria disminuyó incesantemente después de la Segunda Guerra Mundial y nunca se recuperó, lo que dejó a miles de familias en la pobreza en toda la región amazónica.
Muchos descendientes de siringueros —extractores de caucho— recurrieron a la tala, pero cuando las tierras indígenas fueron reconocidas legalmente en 2001 ya no se les permitió ingresar a ese bosque. Aquellos que habían construido allí, tuvieron que mudarse.
Aunque una distinción principal de estos colonos es que no son indígenas, su ascendencia es africana e indígena de otras partes del país, por lo que viven un racismo de clasificación por color.
Para abordar sus condiciones, en 2011, el gobierno federal creó un proyecto de reforma de tierras llamado Proyecto Agroextractivista Lago de São Rafael que, en papel, parecía prometedor: 71.000 hectáreas de bosque (175.000 acres) donde podían pescar y cosechar.
Se suponía que traería electricidad, líneas de crédito rurales y asistencia técnica para la pesca controlada y el cultivo de azaí y otras formas de ganarse la vida sin agotar recursos. Pero nada de esto sucedió.
El Instituto Nacional de Colonización y Reforma Agraria, conocido como Incra, solo destinó 5.100 dólares para cinco familias, dijo. En otras palabras, el gobierno brasileño gastó en promedio 425 dólares por año en un proyecto de reforma agraria sostenible que cubre un área cuatro veces el tamaño de Washington, D.C.
La oficina de Incra más cercana está en Manaos, a 2 horas en avión si un residente pudiera llegar al aeropuerto más cercano.
La ausencia del gobierno es tan profunda aquí que Martins dos Santos, de 81 años, quien de hecho fundó la comunidad de São Gabriel, no sabía que vivía en un asentamiento oficial hasta que se lo informó la AP.
“Nunca he visto a un funcionario de Incra”, dijo. No sabía que el lugar se llama Lago de São Rafael. Cuando la AP mencionó el acrónimo del esfuerzo del gobierno, PAE, que es muy conocido en algunas regiones amazónicas, él y otros residentes lo confundieron con la palabra portuguesa para padre, “pai”.
El área más extensa, Atalaia do Norte, ocupa el tercer lugar entre más de 5.500 municipios brasileños en el Índice de Desarrollo Humano de la ONU, calificado en analfabetismo, nivel de vida y salud.
ESTADO DEL CASO
Amarildo da Costa de Oliveira no fue la única persona que confesó los asesinatos. Otro pescador, Jeferson da Silva Lima, también lo hizo e igualmente está en prisión en espera de juicio.
Amarildo afirma que la policía militar lo asfixió con una bolsa de plástico para obtener su confesión. Los documentos de un examen médico en ese momento muestran que los dos hermanos tenían heridas leves después de ser arrestados por la policía del estado de Amazonas. La agencia no respondió a las preguntas sobre si se investigó la afirmación.
Un empresario colombiano, Rubens Villar Coelho, está acusado de ser el autor intelectual del crimen y también se encuentra bajo custodia. Como propietario de un remoto almacén flotante de pescado, financiaba a los pescadores que se aventuraban en tierras indígenas en viajes que podían durar semanas. Niega cualquier participación en los asesinatos.
Algunos ven el crimen como un reflejo de cuánto fue desmantelada la agencia indígena de Brasil —Fundación Nacional del Indio, o Funai— bajo el gobierno del expresidente de extrema derecha Jair Bolsonaro, quien durante mucho tiempo se opuso al concepto de los derechos de las tierras indígenas. Él quería abrir los territorios para actividades económicas como la minería y la agricultura comercial.
Pereira, quien experimentó esa presión de primera mano en su trabajo en la Funai, solicitó una excedencia y cuando fue asesinado trabajaba como asesor de Univaja, una organización que agrupa a seis pueblos indígenas que viven en el Territorio Indígena del Valle de Yavarí. Es un área de aproximadamente el tamaño de Portugal y hogar de la población más grande del mundo de grupos indígenas aislados, cuando menos 16.
El propósito de Pereira de que las comunidades elevaran su nivel de vida a través de actividades legales todavía es una realidad lejana ahora.
Recientemente, una asociación local de pescadores informó que la policía usaba tácticas duras contra ellos y logró obtener asistencia legal federal gratuita. La policía y otros funcionarios “están entrando a las casas sin orden judicial y confiscando aparejos de pesca con el pretexto de que pertenecen a pescadores ilegales. No todos los pescadores son delincuentes, pero están siendo tratados como tales”, dijo.
El crimen también cambió la vida de Caboclo.
Durante la conversación con la AP, lloró al recordar su tiempo en prisión. “Yo no sabía lo que era una banda criminal. Ahora lo sé.”
Otra denuncia se relaciona con la publicación de varios informes que vinculan a São Rafael con el narcotráfico, aunque la investigación policial no encontró pruebas de tal conexión. “Nunca en mi vida he visto drogas”, asegura el exsiringuero.
___
La cobertura climática y medioambiental de The Associated Press recibe el apoyo de varias fundaciones privadas. La AP es la única responsable de todo el contenido.