TABAWA, Nigeria (AP) — Cuando las inundaciones alcanzaron la choza de Aisha Alí hecha a base de tapetes de paja tejida y palmera rafia, empacó lo que pudo y partió a pie con sus ocho hijos más jóvenes.
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Alí, de 40 años, sabía que ella y su familia podrían no volver a ver su casa nunca. En este poblado remoto —en la región Gashua del estado Yobe, un área principalmente agrícola del noreste de Nigeria— la infraestructura deficiente significa que cada año hay desbordamientos del río local. La mayor parte de los habitantes prestan poca atención a las señales de advertencia a medida que el agua sube. Hacer frente a inundaciones es una forma de vida.
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Pero este año, intensas lluvias azotaron Nigeria y países vecinos, generando inundaciones que no habían sido vistas en la región en al menos una década, debido en gran medida al cambio climático. Alí y su esposo sabían que ahora la situación era distinta. El agua llegó hasta su casa y comenzó a subir dentro de la choza.
Alí y los niños caminaron por un camino angosto y encharcado. La carreta de su hermano, tirada por vacas, venía detrás de ellos. Él accedió a llevarse a algunos de los niños. No cabían todos.
Alí efectuó un cálculo rápido. Dilucidó que la carreta podría transportar a algunos de ellos a un lugar seguro con mayor rapidez. Le dijo a cinco de sus hijos que se subieran. Ella y los demás los seguirían a pie.
Las mellizas de 9 años Hassana y Husseina se subieron, con su pañuelo en la cabeza y vestidos verdes tradicionales que les llegaban hasta los pies. Las hermanas menores Hauwa, de 8 años, y Amina, de 5, les siguieron. Lo mismo hizo su hermano Gambo, de 7 años.
Charlaban emocionados; un paseo en carreta era algo inusual para ellos, y eran demasiado jóvenes como para comprender el peligro que representaba el agua que los rodeaba. Hassana sonrió, contenta de que Husseina la acompañara. Las mellizas eran inseparables, e incluso compartían un tapete para dormir cada noche. Hassana era más reservada, y Husseina siempre la defendía.
Alí le aseguró a su familia que pronto se reunirían todos de nuevo. Se despidieron, y Alí continuó por el camino con tres de sus hijos, de 15, 6 y 3 años. La carreta los rebasó y finalmente desapareció.
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Las inundaciones que comenzaron en junio se convirtieron en las más letales en Nigeria en más de una década, según las autoridades de esta nación del oeste de África. Más de 600 personas han muerto. Miles de viviendas han sido destruidas, al igual que terrenos agrícolas. Más de 1,3 millones de personas han tenido que desplazarse. Las vidas y las formas de sustento han sido trastocadas.
La crisis ambiental se ha desarrollado junto a una de tipo humanitario: Un conflicto de una década cuyas raíces están en una insurgencia azuzada por extremistas contra el gobierno. Los ataques violentos son usuales, especialmente en el norte, donde los extremistas respaldados por el Estado Islámico colaboran ahora con grupos armados de expastores que combaten a comunidades por el acceso al agua y la tierra. Las inundaciones han hecho que el suministro de ayuda y provisiones sea cada vez más difícil.
Las autoridades culpan de las inundaciones a la liberación excesiva de agua de la represa Lagdo en Camerún y a lluvias más intensas de lo normal. Sea cual sea la causa, el efecto en poblados como Tabawa ha sido generalizado.
Las familias aquí ya estaban en apuros. Alí, su esposo y sus hijos recibían escasa ayuda alimentaria de parte del gobierno local. La energía eléctrica, el agua potable y los caminos en estado aceptable eran lujos.
Las autoridades reportan que han distribuido artículos de alivio a las familias afectadas y han tratado de evacuar a algunas a campamentos para desplazados. Pero en Tabawa, con 1.000 habitantes, no existen esos campamentos ni se han llevado a cabo ese tipo de intentos, ni en los poblados circundantes. Los que huyen deben hacerlo por su cuenta, a campamentos para desplazados ubicados a decenas de kilómetros.
Para Alí significó llevarse a su familia del único hogar que han conocido.
“Mientras la inundación intentaba destruir cosas, nosotros intentábamos salvarnos”, declaró.
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Buba Mobe, de 25 años, manejaba cautelosamente su carreta. El nivel del agua les llegaba a la cintura cuando los niños partieron de Tabawa y estaba elevándose más. En algunas partes, tramos del camino que se encontraban más bajos hacían que fuese más profunda. Más de 4 kilómetros (2 millas) después de que Mobe recogió a los niños, las vacas llegaron al tramo más profundo hasta entonces.
La carreta se volcó, arrojando a los niños al camino inundado.
No podían mantener la cabeza encima del agua. Mobe intentó salvar a los que estaban más cerca de él, extrayendo primero a Husseina y colocándola en un área menos profunda. Corrió para sacar a los otros, pero desaparecieron bajo el agua. Los buscó frenéticamente pero no podía ver ningún movimiento para rastrearlos.
Mobe temía lo peor: Que cuatro de los cinco niños que su hermana le había encargado hubiesen desaparecido. De todas formas corrió para solicitar ayuda de otros pobladores. Para cuando regresó con manos adicionales, ya era demasiado tarde.
“Cuando encontramos sus cuerpos, ya estaban hinchados”, dijo Buba.
A la larga Alí y sus otros hijos llegaron al lugar. Husseina corrió y se colgó de su madre. Alí quedó impactada, y todos rompieron a llorar.
“Me acerqué a los cuerpos muertos y toqué sus cabezas”, recuerda Alí. “Froté sus cabezas y le di gracias a Dios por sus favores”.
Nunca imaginó que los niños en la carreta estarían en mayor peligro que los que iban a pie por el camino. Pero lo aceptó como la voluntad de Dios. “Yo no podía hacer nada”, declaró.
Los pobladores cargaron los cuerpos de Hassana, Hauwa, Amina y Gambo de vuelta a Tabawa.
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El funeral fue solemne y rápido. Docenas de pobladores se reunieron en las tierras de cultivo en las que los niños fueron enterrados en tumbas pequeñas. A ello le siguieron días de oraciones en la mezquita.
En las semanas tras la muerte de sus hijos, Alí no pudo visitar sus tumbas, de acuerdo con las reglas del periodo de duelo de 40 días en la localidad.
“Trato de recordarlos, especialmente en la noche, pero no queda mucho”, señaló. Las inundaciones se llevaron su ropa y la mayor parte de sus pertenencias.
La choza de la familia fue destruida, por lo que ya no viven en Tabawa, donde los niños están enterrados. Su nueva casa está en la aldea de Darayami, a 11 kilómetros (7 millas) de distancia. Al igual que muchas familias desperdigadas en nuevas tierras en busca de mejores condiciones de vida, Alí y sus parientes no tienen vínculos con este lugar; es simplemente donde pudieron hallar un espacio para recomenzar. Esperan regresar a Tabawa algún día, pero por ahora están enfocados en sobrevivir.
El esposo de Alí padece hipertensión; no puede estar de pie mucho tiempo, y su cuerpo tiembla. No puede trabajar, y Alí cree que su salud ha empeorado desde que murieron sus hijos.
La vida de los seis niños sobrevivientes también ha cambiado para siempre. Husseina y su melliza solían ser la chispa del hogar. Sin Hassana, pasa sus días sumida en la melancolía, sin ganas de jugar. Las noches pueden ser aún más difíciles; en ellas intenta dormir sola.
Husseina sólo tiene a sus hermanos en casa la mayor parte del tiempo: Muhamad de 6 años y Umaru de 3. Los tres hijos mayores de la familia aún viven allí pero pasan gran parte de sus días trabajando en los campos agrícolas, a cambio de un salario diario de 2 dólares o menos.
La hermana mayor, una chica de 17 años que solía darles lecciones sobre el islam a sus hermanos menores, está divorciada y de vuelta en casa tras un matrimonio breve con un hombre al que apenas conocía. De todas formas, Alí tiene esperanzas de que su hija de 15 años se case pronto. Hay muchas bocas que alimentar, y el matrimonio a una edad temprana es una parte ampliamente aceptada de su religión y cultura.
La nueva choza de la familia apenas tiene muebles. Los niños juegan descalzos sobre la espesa tierra café. Los de mayor edad recogen sobras de las granjas en las que trabajan para que la familia pueda sobrevivir.
“No hay comida, no hay alojamiento, ni un lugar para siquiera dormir bien”, se lamentó Alí.
Pero se aferra a su fe. Abraza a Husseina estrechamente contra su panza. “Todo está en el plan de Dios”, le dice Alí, y ambas rompen a llorar de nuevo.