TIJUANA, México (AP) — El iPhone de Ana Morazán, con una cubierta adornada por un alegre unicornio, tiene todo lo que le queda de lo que ella llama su “otro mundo”. Se refiere a la vida desahogada, de clase media, que llevaba antes de que dos huracanes seguidos destruyesen su casa en Honduras.
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Contiene fotos de Morazán, de 42 años, con el cabello teñido de rubio, un maquillaje impecable y un vestido de noche. También hay fotos en las que se la ve trabajando como asistente médica a domicilio, con un delantal blanco y una sonrisa que denota el orgullo que sentía por tener su propia casa y ninguna deuda.
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La cómoda vida que forjó trabajando duramente durante años y sacrificándose se esfumó en un lapso de dos semanas, cuando pasó a ser parte de los 1,7 millones de personas desplazadas por los huracanes Eta y Iota que azotaron Honduras en noviembre del 2020.
Morazán y su novio, Fredi Juárez, quien se mudó con ella durante la pandemia del coronavirus, dicen que se endeudaron tratando de reconstruir la casa de Morazán y comenzaron a recibir amenazas. Desde entonces la pareja está de un lado para otro y actualmente vive en una carpa de un atestado albergue de migrantes en Tijuana.
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Nota de redacción: Estas es una de las primeras entregas de una serie enfocada en las personas de todo el mundo que son desplazadas por la crecida de los mares, sequías, altas temperaturas y otros fenómenos causados o exacerbados por el cambio climático.
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Las fotos y videos del teléfono de Morazán son al mismo tiempo un consuelo y un tormento. Le recuerdan quién era y lo que tuvo, a la vez que le dan esperanzas de recuperar todo eso, pero al mismo tiempo son una prueba de lo rápido en que la vida puede cambiar y de cómo un par de tormentas la convirtieron en una migrante.
Se seca las lágrimas al ver un video que grabó sobre la destrucción que hubo cerca de San Pedro Sula. En el video, ella recorre cada habitación de su impecable casa, pintada con un color lima brillante y ahora cubierta de polvo y lodo. Luego mira a la cámara y dice: “Es todo lo que tengo, lodo, y más lodo, y más lodo".
La pareja dijo que, desde que se fueron, han sido agredidos, secuestrados y asaltados, por lo que no se quedan en ningún lado. Ahora ella y Juárez son parte de las decenas de miles de migrantes centroamericanos en la frontera mexicano-estadounidense que quieren pedir asilo en Estados Unidos, pero no pueden hacerlo por una medida tomada durante la pandemia por el gobierno de Donald Trump para evitar contagios y que sigue vigente bajo la administración de Joe Biden.
No regresan a Honduras por temor a la violencia, pero, incluso si lo hiciesen, allí no tendrían dónde vivir. Si no hubieran llegado Eta y Iota, no se hubiera producido la reacción en cadena de tantas cosas que los obligaron a escapar.
“Todos nuestros problemas empezaron con los huracanes”, dijo Juárez, quien tiene 48 años.
Ningún país ofrece asilo a personas desplazadas por razones climáticas, aunque el gobierno de Biden está estudiando el tema de la migración climática. Todos los años, tormentas, sequías, incendios forestales y desastres naturales obligan a un promedio de 21,5 millones de personas a abandonar sus viviendas en todo el mundo, según la oficina del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para refugiados.
Honduras es uno de los 11 países que más preocuparon a Estados Unidos en el primer informe preparado por organismos de seguridad sobre el impacto del cambio climático en general, y en la estabilidad mundial en particular, difundido el año pasado. Identificar a los migrantes climáticos, sin embargo, no es sencillo, sobre todo en las regiones donde abunda la violencia.
“Le pido al presidente Biden que nos ayude”, dijo Morazán. “(Emigrar) No es fácil para nosotros, por nuestra edad. Ha sido una pesadilla. Tu vida puede cambiar en un segundo. Vivíamos bien. Ahora no sabemos qué va a pasar de un día para el otro”.
Después del paso de Eta, Morazán llenó baldes con barro de la sala de estar, la habitación, la cocina y el baño, y trató de reanudar una vida normal. La pandemia afectaba la economía y le estaba costando pagar las cuentas, incluidos los costos de la atención de un sobrino que sufre problemas cardíacos.
Trece días después, Iota acabó con lo poco que le quedaba. Juárez, un camionero que hace viajes largos y que en ese momento estaba afuera, regresó y trató de ayudar. Pero los dos se quedaron sin trabajo y empezaron a pedir prestado mientras procuraban reparar la casa. A Morazán le prestaron 340.000 lempiras (14.000 dólares) y a Juárez 80.000 (3.200 dólares).
Terminaron durmiendo en las calles de las afueras de San Pedro Sula. Un día empezaron a recibir amenazas en las que le pedían el dinero o la casa, que estaba paga, aunque cubierta de barro.
Poco después, Morazán fue agredida por asaltantes que le pisaron un tobillo y ella empezó a temer por su vida, según dijo. Fue entonces que decidieron irse del país.
Se la pasaron viajando el último año, y no fue nada fácil. La pareja dijo que en el sur de México fueron secuestrados y retenidos por dos días en una plantación de bananas, hasta que entregaron el poco dinero que les quedaba.
“Fue horrible, feo, feo, feo”, expresó Morazán.
Llegaron a Guadalajara, donde consiguieron trabajo como guardias en el aeropuerto, pero fueron acosados por traficantes de drogas y optaron por encaminarse hacia el norte, a Tijuana.
Han estado durmiendo en un colchón inflable sobre cajas de cartón dobladas para no empaparse cuando el agua de la lluvia se filtra por hendijas en el techo del albergue y moja el piso. Morazán fue picada por insectos y usa pañales cuando los baños del albergue huelen tan mal que le dan ganas de vomitar. La pareja trabajó brevemente recogiendo cosas reciclables en un vertedero.
“Esperamos que Estados Unidos nos abra las puertas porque no vamos a durar aquí”, dijo Juárez.
Una noche otro migrante que dormía en una carpa del albergue fue alcanzado en el cuello por una bala perdida al estallar un tiroteo en la calle.
“Aquí hay carteles y mucho crimen”, dijo Juárez.
Morazán trata de conservar el ánimo. Acogieron a un Chihuahua callejero y lo llamaron Jabibi. Ella trató de arreglarse un poco con ropa donada que recibe el albergue, pero la competencia entre las migrantes es feroz y la ropa desaparece en cuestión de segundos cuando es descargada.
Morazán se pone maquillaje sosteniendo un espejo dentro de la carpa. “Todavía me gusta sentirme linda”, expresó, aunque dice que se baña día por medio porque no hay muchas duchas.
“Es muy difícil para uno”, manifestó. “Solo tengo los recuerdos en la mente. Eso no se puede borrar”.
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La cobertura de temas climáticos y del medio ambiente de la Associated Press recibe apoyo de varias fundaciones privadas. La AP es la única responsable del contenido.